sábado, 4 de diciembre de 2010

Información y discurso de la actualidad

Información y discurso de la actualidad
Universidad de Pamplona, abril 08

Gérard Imbert
Catedrático de Comunicación audiovisual
Universidad Carlos III de Madrid



I. El tiempo del informar: Directo e ilusión de presente

Hoy, basta con ver para creérselo: “Es verdad, lo he visto en la tele”, dice la vox populi, “ha salido en los periódicos”, “lo dice la radio”… Y hay que tomarse estas expresiones al pie de la letra: el grado de credibilidad del mensaje es función de su visibilidad, el garante de la realidad es su poder de convocatoria de una realidad representada, la creación de un “escenario” (G. Imbert, 1992), figurativo, espectacular, un “espectáculo de realidad”.

El ver –que se construye en la representación– se constituye de hecho en modelo de realidad, de ahí el uso y el abuso del directo para crear esta ilusión de cercanía, o el recurrir a la simulación (en los reality shows y docudramas en general) para llegar a este máximo “parecido con la realidad” que es la telerrealidad.

Es el simulacro televisivo: algo que produce los mismos efectos que la realidad (los mismos efectos sensibles) sin ser del todo la realidad. Es creíble porque establece una relación de adhesión in-mediata: basada en el ver, que no pasa por ninguna mediación, por lo menos aparentemente, porque es del orden del sentir. Es una reconstitución (al modo histórico o policial, aunque a menudo cinematográfico, a la manera de Hollywood), que descansa sobre una simulación “autentificadora” (Jost, 2001), que es creíble porque se impone mediante la fuerza de su visibilización.

[Esto puede llegar hasta la creación de un espacio de representación propiamente mediático, que acaba sustituyéndose a la realidad objetiva. Como la publicidad, la telerrealidad construye su propio universo referencial, más allá de la verdad –se desenvuelve en lo verosimil–, dentro de una lógica de la seducción, de la fascinación (el quedarse sin respuesta frente al poder de la representación): régimen de representación mágico, en el que el significante deviene significado, y el presente de la representación (el directo) se transforma en tiempo atemporal y deshistorizado.]

Frente al tiempo acumulativo de la historia, a la incertidumbre vinculada al futuro, la televisión se explaya en el tiempo accidentado del presente, en las peripecias de una “actualidad” que domina el espacio informativo, conforma los comportamientos a través de las modas, y moldea el lenguaje.

Más que nunca, vivimos –y nos recreamos: nos divertimos, nos reconstruimos, nos asustamos– en el tiempo efímero, inestable, de la actualidad, en una “historia del presente” que cultiva y renueva constantemente la telerrealidad. El colmo del presente es cuando la televisión funda un programa sobre la no-clausura temporal, como ocurrió con Big Brother forever, un engendro de la televisión alemana, un reality indefinido, donde los concursantes entraban en un tiempo que iba a ser el tiempo mismo de su cotidianeidad, del que, a lo mejor –virtualmente– no iban a poder salir, en un sueño –o una pesadilla– parecido al “Show de Truman”, la película premonitoria de Peter Weir.

Es el tiempo del informar, pero no sólo el del telediario, de ese ritual que puntúa la “jornada televisiva” y que, a veces, se puede erigir en columna vertebral del discurso televisivo (el modelo CNN), sino que es también el tiempo vivencial de la representación de lo cotidiano, el tiempo de los realities, un tiempo vivido por poderes, pero muy directamente.

Es, cada vez más, el tiempo del directo, de la fragmentación temporal: de la reducción y, al mismo tiempo, de la eternización del instante en su transitoriedad. El live es la caricatura de esta actualidad; las webcams (filmaciones en directo de la vida cotidiana transmitidas por Internet) son su máxima expresión: desaparece toda instancia narrativa, incluso enunciativa, y la realidad se da a ver en su extrema insignificancia, sin la mediación de ningún narrador que no sea el ojo omnímodo de la cámara. Caméra café es su remedo: el ojo de la cámara se ha transformado en un objeto cotidiano, la máquina de café, un objeto al que ya no se presta atención por su presencia rutinaria, que se ha vuelto invisible.

El directo, hoy, ya no es sólo una técnica de retransmisión de lo que “ocurre” –aquí y ahora–, del acontecimiento en su acontecer mismo; el directo es una filosofía, una manera de estirar el tiempo hasta anular su historicidad: de estrechar la relación sensible entre espectador y referente, de anclarlo en un tiempo vivido, dentro de una co-temporaneidad que une tiempo vivencial (del espectador), tiempo referencial (de la actualidad) y tiempo narrativo (del relato).

“Esto ocurre” y lo estoy viendo-viviendo ocurrir al mismo tiempo que emerge en el espacio-tiempo; soy co-partícipe de la actualidad en su generación misma. Esto es el tiempo de los reality shows: la actualidad –la actualidad íntima: todo lo contrario de lo público– transformada en espectáculo público.


II. La hipervisibilidad televisiva: el directo vivencial, los límites del ver mediático

El directo no es, pues, exclusivamente el tiempo objetivo de la Información; es también, y sobre todo, el tiempo subjetivo de la vivencia, el tiempo del compartir emociones, de experimentar un sentir –tanto positivo como negativo–, frente a la actualidad. Ésta sería la vertiente humana –vivencial– del directo: reside en la fuerza del testimonio presencial, en la visibilización pública de lo subjetivo, del punto de vista, de la experiencia personal frente al discurso del experto, del analista. Véase al respecto la utilización cada vez más frecuente de entrevistas en la calle, de testimonios subjetivos, de “historias de vida”, en reality shows, talk shows, de vivencias íntimas en programas del corazón y, últimamente, de la propia intimidad como materia narrativa y base del debate de actualidad, en especial en la televisión española.

Sea como sea, esta hegemonía del presente en el discurso televisivo no hace sino acentuar –hasta exacerbarlos– dos rasgos del discurso postmoderno:
– su fragmentación, que se deriva de este centrarse en lo actual, lo efímero, lo constantemente renovado, lo “accidental”, que domina la actualidad.
– su hipervisibilidad: el efecto-lupa, la redundancia en lo micro, lo subjetivo, y su sobrevaloración, el erigirlo en referencia dominante, que descarta una visión más plural y diversa de la realidad social, o simplemente humana, en su complejidad y variedad de matices.

Con esto, sin duda, evolucionan las funciones de la televisión, encaminadas menos a una función de difusión (Casetti) –circulación de informaciones, ideas–  y más a una función de representación del mundo, pero no tanto del mundo efectivo como del mundo imaginado, imaginario incluso y a menudo fantaseado, centrada en las representaciones del sujeto, respondiendo a lo que he llamado la función especular.

Pero es, antes que nada, la tercera función distinguida por Casetti la que predomina: la de medio de relación, de creación de espacios donde los actores sociales interactúan, negocian, discuten, rivalizan; puesta en contacto, pues, que valora la indicialidad (Pierce), los espacios de “primeridad”, pero desplazando el intercambio del espacio público al debate en torno a lo privado, del ágora al patio de vecinas, como una degeneración de la función “barda” (Fiske, Hartley), que transforma la postelevisión en una gran corrala…

Esta evolución marca el paso de una lógica de la mostración a una lógica de la exhibición:

“Se podría hablar, escribe Alain Gauthier, de trans-exhibición o de exhibición generalizada (…). La exhibición pública es una máquina desreguladora de los encantos y de las convenciones del principio de visibilidad, destructora de la capacidad imaginativa y del esfuerzo de inteligibilidad. Consigue generar una interioridad desmesurada que se hace pasar por exterioridad. La exhibición llega a ser un elemento tecno-mediático de la expansión maquinista de la cultura postmoderna. El objeto ya no es digno de visibilidad, tiene que conformarse con los signos exhibicionistas garantes de su veloz difusión, o por lo menos de su sobre-presencia, dentro de una tranquilidad visual total.”

La exhibición se aplica tanto al sentir positivo (emoción, sentimiento)   como al sentir negativo (violencia, muerte) y una cosa es inseparable de la otra; es más, en la televisión, se pasa continuamente de una dimensión a otra y existe un tratamiento formal idéntico de ambas; de ahí la vinculación simbólica entre los dos universos y la continuidad existente entre la fascinación que ejerce la violencia, la que suscitan las grandes figuras simbólicas (azar, desorden, muerte) y los temas relacionados con la intimidad (como lo veremos en los capítulos IV, VI y XI). Hay una hipervisibilidad tanto de la violencia como del sentimiento, una pornografía del sentir que no hace sino prolongar la pornografía en torno al cuerpo.

III. El cuerpo tachado: del telediario al cuerpo en off

En un  texto precursor, Eliseo Verón (1983) hablaba del cuerpo como materia significante del discurso televisivo y, como tal, mediador físico y simbólico entre el discurso informativo y el espectador.

Casi 20 años más tarde, prolongando este análisis y retomando las categorías de Pierce, Verón (2001) presenta el cuerpo como materia privilegiada del orden indicial (Pierce) u orden del contacto y compara los tratamientos respectivos del cine y de la televisión:

“Afirmo que la gran aventura histórica del cine ha sido,  en razón de su apropiación de la diégesis ficcional, la de hacerse cargo del universo de la representación, es decir, del orden icónico de la figuración, mientras que la televisión (en lo que hace a su especificidad frente al cine) se ha convertido en el medio del contacto.

El cuerpo es el agente mediador de este contacto y el telediario su vehículo privilegiado:

“El noticiero de televisión marcó muy pronto su especificidad por la aparición del contacto: el conductor. Pero, en el comienzo, se trataba de un conductor que llamo ventrílocuo. Este conductor ventrílocuo aparecía sobre un fondo neutro, y el conjunto de la imagen era plano, sin profundizar; la imagen del conductor estaba cortada muy alto, no se veían sus brazos ni sus manos, y había una especie de grado cero en la expresión de su rostro. Él era, por consiguiente un altavoz por el cual pasaba el discurso sobre la actualidad.”

Con el tiempo, este cuerpo se va a animar, como cobrando vida y teniendo un status más completo, hasta llegar a incorporarse plenamente a un dispositivo enunciativo que ha adquirido más complejidad, sobre todo con la sistematización del directo; el presentador entra entonces en una estructura dialógica, en contacto permanente con la actualidad en su misma producción:

“Poco a poco su cuerpo comenzó a existir, a emitir signos, a adquirir espesor. De la misma manera, el espacio del piso comenzó a encontrar una arquitectura: se fueron descubriendo rincones, paneles, corredores, vidrios e incluso las cámaras; lo que se mostraba del conductor se fue ampliando, y comenzamos a ver sus brazos, sus manos, la mesa sobre la que estaban sus papeles, el micrófono. El conductor se puso a hacer gestos, a matizar las expresiones de su rostro. La construcción del cuerpo significante del conductor y el aumento del espacio del piso fueron dos procesos inseparables: el primero necesitaba del segundo para desplegarse. El espacio del contacto había nacido, y con él, el eje alrededor del cual todo el discurso vendría a construirse para encontrar su credibilidad: el eje de la mirada, los-ojos-en-los-ojos. (…) Esta evolución ha consistido en otorgar un privilegio creciente a la enunciación sobre el enunciado.”

Este último factor se podría generalizar al conjunto de la producción televisiva: la inflación de los protocolos de presentación, desde los anuncios al modo circense de los programas de entretenimiento, hasta lo que he llamado “el efecto pasarela” para introducir a los invitados en los talk shows, reality shows y programas de debate.

“Il est là, je le vois, il me parle” (“Ahí está, lo veo, me está hablando”), así rezaba el título del artículo de Verón en el número 38 de la revista Communications del año 1983…

“Lo que está en juego en el contacto –sigue el autor años más tarde– es el acercamiento o el alejamiento, la confianza o la desconfianza. En el fondo, lo esencial no es tanto lo que me dice o las imágenes que me muestra (que recibo frecuentemente de una manera distraída); lo esencial es que esté allí en el lugar de la cita, todas las noches, y que me mire a los ojos.”

La credibilidad del discurso –y se puede extender esta afirmación al discurso político– depende fundamentalmente de las “reverberaciones de un cuerpo significante”, que llega a cobrar valor en sí como espectáculo.

Hoy, se puede decir que el tabú sobre la representación del cuerpo ha caído y que la corporalidad del presentador tiene su lugar en el espacio del informativo. Es más, con las estructuras duales de algunos telediarios, se ha entrado en un juego de cara a cara entre presentadores, al margen de la frontalidad con el espectador, que establece una complicidad entre los dos presentadores co-presentes, cuya mirada “escapa” al espectador, aunque siempre con un cuerpo agente verbal más que carnal.

El cambio es mucho más visible en épocas de alternancia política, como ocurrió por ejemplo con los cambios de responsables y equipos redaccionales en los informativos, con la llegada al poder de José-Luís Rodríguez Zapatero. La 2, en sus informativos de la noche, optó claramente por un modelo femenino que rompía deliberadamente con el modelo aséptico y estereotipado del equipo anterior, incluso en términos de cánones de belleza y “encanto”; cambio que se tradujo también en el look y en el uso del lenguaje, con un tono mucho más coloquial –otra forma de cercanía–, menos acartonado.


IV. La perversión del discurso informativo en la actualidad rosa

1. El triunfo de lo light

La omnipresencia en el discurso televisivo de informaciones y programas  especializados en “información rosa” es muy reveladora de la evolución del discurso televisivo desde lo público hacia lo privado, desde lo macro-social hacia lo micro-social, desde el acontecimiento como categoría informativa hacia el suceso como categoría anecdótica, que tiene mucho que ver con el relato, el cuento corto (R. Barthes, 1964).

Son varios los estudios que corroboran un desplazamiento del interés desde los temas de actualidad “fuertes”, vinculados a la actualidad económica, política, internacional, hacia temas más livianos y cercanos, referidos, entre otros, a la actualidad rosa y, más genéricamente, a todo lo que tiene relación con la categoría del suceso.

En un informe de Euroconsulting, cuyos resultados fueron  publicados por El País (14/7/98), se afirmaba que “las informaciones de deporte y sucesos son más creíbles que las de política”, y nada menos que un 62% de los encuestados considera poco o nada creíble las informaciones políticas. Así es como aparece el grado de credibilidad de los diferentes temas de actualidad, de menor a mayor credibilidad: política nacional: 30,8%; economía: 37,8%; política internacional: 41%; información general: 55,5%; deportes: 76,7%; sucesos: 78,6%. Fuente Ecoconsulting (J. de la Serna, 1998).

De todo ello se puede deducir que cuanto más decrece la credibilidad por la información política y el propio medio informativo, más se desarrollan nuevas formas informativas que traducen el interés por otro tipo de hechos –más triviales, más lúdicos o que mezclan información y ficción–, que se alejan en todo caso de la información política para acercarse a un modelo narrativo.

La crisis que está atravesando el discurso de la información es una doble crisis y afecta tanto a sus contenidos como a sus formas, la manera como refleja y al mismo tiempo construye la realidad. La primera se plasma en una crisis de credibilidad que no hace sino reproducir la crisis de realidad que padece la política en el mundo de hoy.

Esta contaminación de la actualidad light se ha extendido a la agenda informativa. Recientemente, según un informe de Consumer-Eroski (El País, 1/4/06), las noticias de sucesos triplicaron en cuatro años su presencia en los telediarios, absorbiendo, de media, casi un 18% del tiempo; un porcentaje que, en 2002, no llegaba al 7% en los telediarios de las televisiones generalistas  españolas de ámbito estatal y autonómico.

Según este informe, por género, la política ocupa un lugar estelar en los noticiarios (20%), al igual que el deporte (17%). Sin embargo, los temas relacionados con la vida de los ciudadanos (medio ambiente, salud, ciencia, consumo o cultura) apenas se aproximan al 15%, cuando hace cuatro años acaparaban el 20% del espacio.

En cambio, informaciones con un cierto tono espectacular, como las relacionadas con crímenes, accidentes o deportes, copan aproximadamente el 40% de los informativos. En contraposición, las de índole económica o las vinculadas a la meteorología apenas alcanzan el 9% en cada caso. La cultura pierde peso y pasa del 11%  al 9% en cuatro años.

¿Revancha de la telerrealidad sobre la realidad informativa, dilución de la noción misma de información, extensión de la actualidad a otros ámbitos que los tradicionales? Podríamos hablar aquí de una vuelta del suceso, pero no como categoría informativa (de hecho ha desaparecido de casi todos los diarios la sección de “Sucesos”) sino cono hecho narrativo, base de muchos programas inspirados en la actualidad, desde los programas de convivencia hasta los de sucesos que, sí, se multiplican, en cambio, en la televisión. Pero este interés va más allá de lo puramente anecdótico, delata una mutación en los imaginarios colectivos.
         

     
               2. la vuelta del suceso

Cabe hablar de vuelta del suceso –no sólo en la prensa sensacionalista, sino también en los medios audiovisuales– para referirse a este interés reiterado por lo interrelacional, las minucias de la vivencia íntima, el transitar insignificante y reiterativo de lo cotidiano: como una revancha de lo micro-informativo sobre lo macro-histórico, de lo doméstico sobre lo público, de lo individual sobre lo colectivo, y también de los pequeños desórdenes relacionales sobre los grandes conflictos internacionales. Podría operar aquí una lógica de la compensación, muy en la línea del imaginario posmoderno, como una manera de recrearse en lo micro-accidental para inmunizarse contra los accidentes mayores, la catástrofe que amenaza el orden social.

El suceso es la base informacional de los reality shows de primera generación: todos se basan en hechos sangrientos, escabrosos, inauditos, monstruosos, que salen de lo ordinario –del orden rutinario– e introducen desorden en la ordenación informativa del mundo.

Es también la materia de los videos domésticos: los que escenifican caídas, choques, que se desenvuelven dentro de la categoría de lo accidental (ya sean accidentes tecnológicos, naturales o humanos, en forma de fallo), todo cuanto interrumpe la cadena informativa, introduce un factor de riesgo, abre a lo imprevisible, gira –en una palabra– en torno al azar.



Por fin, los programas de sucesos propiamente dichos, tipo Sucedió en Madrid (Tele Madrid), se desenvuelven íntegramente en la categoría del accidente provocado, del crimen intencionado, de la maldad deliberada; en otros términos, en hechos del orden de lo voluntario, haciendo intervenir en este caso una mala intención, un origen humano, como una vuelta del mal en el relato del mundo.

Desorden, azar, accidente, son categorías con fuerte carga simbólica, que escenifican el peligro, el riesgo que acecha lo social, e introducen tensión en el relato de la actualidad; son un factor más de espectacularización.

Es reveladora, a este respecto, la evolución de la crónica rosa, de la versión escrita, tipo Hola, a la visión audiovisual, tipo Tómbola, con el paso de una visión eufórica de los famosos –centrada en su vida e imagen pública– a una visón cada vez más disfórica, cristalizada en su vida privada y dominada por los desórdenes de todo tipo y los accidentes (sentimentales, de tráfico, artísticos). La categoría del accidente domina hoy la vida de los famosos: es casi inconcebible un famoso sin separaciones, una vida conyugal sin rumores, una felicidad sin sombras. El firmamento de la famosidad ha cambiado de signo: la perfección ya no es de este mundo y si los famosos quieren seguir siéndolo, tienen que parecérsenos un poco más. Más de uno ha descendido así del Olimpo de la notoriedad.

Esta evolución no es ajena a las mutaciones que afectan a los mediadores en el discurso audiovisual: la decadencia de los expertos en beneficio del hombre de la calle; el testigo, el sujeto vivencial, en sustitución del sujeto de saber, el sujeto del saber-decir en lugar del sujeto del saber-hacer. Incluso la notoriedad, hoy, ya no es el resultado de la adquisición de una competencia o el fruto de la experiencia: la notoriedad se adquiere sobre la marcha, mediante la misma performance mediática; ya no la otorga la sociedad, ya no está sancionada por el tiempo invertido o el esfuerzo, sino que brota de la actuación en el medio, de la capacidad de utilizar, aprovechar sus posibilidades.



El modelo Operación Triunfo, a pesar de la presencia de una moral del esfuerzo, ha modificado considerablemente el status del héroe moderno: cualquiera –o casi–, feo(a), patoso(a), impresentable, puede transformarse, gracias al medio televisivo, en su contrario (todos recordamos a Rosa gorda entrando en la caja mágica, a Bisbal patético, o a Bustamante torpe). Hasta el éxito es azaroso y tiene una condición accidental: a cualquiera nos puede tocar, para bien en este caso, o para mal en otros sucesos…


V. Violencias “narrativas” (la transformación
de la actualidad en relato)

Partiendo del análisis del suceso (“le fait divers”) como micro-relato (R. Barthes, 1964) y de su función narrativa –manera de reinyectar historias en una actualidad cuya historicidad se diluye–, había señalado, hace unos años (G. Imbert, 1994), la vuelta del suceso en el discurso de la actualidad como una revancha de la cotidianidad sobre el anonimato y el desgaste del discurso público, un desplazamiento del interés de lo macro-social (la actualidad socio-económica, política) hacia lo micro-social (la actualidad trivial, con sus derivas: de la crónica de sucesos a la actualidad rosa); manera, también, de acuerdo con una estrategia homeopática, de oponer al accidente mayúsculo e irreversible (la catástrofe, el clash), los menudos accidentes de la vida cotidiana, los hechos minúsculos y aparentemente insignificantes –en relación con el sentido político–, pero que hablan mucho, en términos emocionales: crímenes pasionales, barbarie humana, monstruosidad, en el ámbito humano, pero también accidentes y violencias domésticas, como se ve en los reality shows de primera generación, caídas y choques espectaculares, explosiones inauditas que, en el registro tecnológico, alimentan los programas de videos de producción casera.

La mayoría de estos videos –que hacen las delicias del público, en particular entre los más jóvenes– son de este orden: un discurso dominado por la figura del accidente, en todas sus formas y que, mediante su puesta en relato, permite domesticarlo, volverlo aceptable y asimilable como un objeto más del consumo de objetos materiales y de imágenes simbólicas.

Frente a la omnipresencia del accidente, en el plano de los contenidos (los de la actualidad social), las secuencias de algunos videos domésticos (como Humor amarillo) oponen un vuelco formal: es el tratamiento humorístico del suceso el que permite liberarlo de su carga escandalosa. A la dramatización a ultranza del juego-concurso de corte degradante, responde la desdramatización del relato en este tipo de programas. Varios recursos narrativos lo facilitan: la repetición de la toma es seguramente el más recurrente, con el comentario sarcástico y las payasadas de algunos comentaristas.

Mediante rodeo narrativo, lo que se conjura aquí es al fin y al cabo un objeto con fuerte carga simbólica, que domina el conjunto del discurso a la par que se queda sin formular: la inminencia de la muerte, jamás representada, apenas verbalizada, mantenida a raya pero omnipresente; con un relato que, las más de las veces, se alarga en los prolegómenos del accidente, lo que conduce ineluctablemente a la ruptura; y luego, en una especie de arrêt sur image –de inmovilización del discurso–, vuelve obsesivamente sobre el choque, la caída, la explosión, pero poquísimas veces sobre la muerte misma, reenviada al ámbito de lo irrepresentable.

La repetición opera entonces como una desrealización del objeto, lo despoja de su carga trágica para convertirlo en gag, poniendo en marcha una mecánica de la risa fundada sobre un principio elemental de la comicidad, que los grandes cómicos del cine mudo han sabido utilizar en el pasado. Al mismo tiempo que espectaculariza la secuencia, mediante una hipervisibilización del suceso, la repetición invisibiliza sus consecuencias. Estos programas son generalmente extremadamente púdicos a este respecto –ofrecen pocas imágenes de sangre–, para pasar a la secuencia final: la convalecencia de la víctima que ha superado felizmente el accidente, ha salido ilesa y triunfante de la prueba.

Hay, aquí, seguramente, residuos de prácticas rituales arcaicas que transforman estas prácticas en ordalías modernas, en las que mediante el fuego, el agua, o cualquier elemento tecnológico y claramente postmoderno, el sujeto desafía la suerte y sale purificado, renovado, como virginizado. Es el “efecto televisivo”, un efecto de realidad creado por el medio, que regenera la vida ahí donde precisamente acecha la muerte, fiel en ese sentido a una lógica de cómic, donde se salta la secuencia-clave: los efectos del accidente en el cuerpo del sujeto.

En una suerte de trucaje narrativo, la muerte es eludida: no hay salida fatal, al contrario, un final feliz y mágico en el que a la espectacularidad del accidente responde simétricamente la espectacularidad del restablecimiento de la víctima. La violencia está articulada a la forma del relato, hasta anular simbólicamente la de los contenidos, la violencia de las caídas, de los choques, de las explosiones, todo el trabajo doloroso sobre el cuerpo.

¿Y si la muerte, con todo esto, no fuera más que una pesadilla, la vida un juego sin mayores consecuencias, y el accidente –como lo escribe acertadamente Paul Virilio– “un milagro al revés”, casi un divertimento, algo sin importancia, después de todo una figura banal en la que el tiempo se ha diluido, no deja huellas, en el que envejecer no tiene lugar, en el que la muerte no marca irreversiblemente? Tanto el juego-concurso como los videos domésticos ayudan a creerlo…

Anverso y reverso de la figura de la fatalidad, juegos-concursos y videos caseros muestran las manifestaciones del azar, sus efectos eufóricos vueltos disfóricos en un caso, sus efectos disfóricos milagrosamente anulados en el otro.

“Ver morir”
         
  Como otros referentes fuertes (sexo y violencia), la muerte es uno de esos objetos inefables por naturaleza, que tienen que ver con lo sagrado, ausentes hasta hace poco del discurso público, pero que ejercen una fascinación secreta y, en las últimas décadas, van haciéndose su lugar en la representación mediática. Si los años setenta, con la revolución sexual y la liberalización de las costumbres, han sido los de la mercantilización del cuerpo como imagen, con una representación fragmentada, con fines consumistas (siendo el porno su máxima expresión), los 80 han visto la emergencia de un discurso de la violencia, no sólo sobre la violencia como contenido, sino también violento en sus formas; en los 90 es cuando aparece la muerte como tema recurrente en el discurso audiovisual.

         (…) Cuanto menos presente está la muerte como hecho fisiológico –asumido como degradación natural dentro de un ciclo vital–, más presente está como hecho narrativo, dentro de un relato dramatizado y de una visión a menudo cruenta y visceral o, al contrario, banalizada, en todo caso, una visión contradictoria. Cuanto menos está integrada a rituales sociales o familiares, más se escenifica en los mass media y se ritualiza como imagen, dentro de una lógica de la exhibición, esto es una representación desimbolizada. Con esto, hemos perdido nuestra actitud reverencial hacia la muerte: su representación se ha trivializado, su imagen banalizado; se ha vuelto un hecho familiar, aunque no por ello más aceptable, simplemente más contemplable.

Hoy, se produce un cara a cara mediático frente a la muerte, que no forzosamente ayuda a entenderla mejor; es más, cuanto más se la representa, más se aleja el objeto en su condición de objeto ambivalente, a la vez natural y sagrado. Lo mismo que la violencia (R. Girard), la muerte se ha desacralizado y se ha vuelto un objeto más de consumo masivo, al igual que el sexo o la violencia, hasta generar actitudes lúdicas frente a ella, reveladoras de lo que he llamado una “tentación de suicidio”, un coquetear con ella, un acercarse al objeto sin forzosamente realizarlo.
        
La cercanía con la muerte como hecho real, que ha perdido la sociedad moderna, ha sido compensada por una cercanía como representación, mediante la multiplicación de imágenes de muerte, ya sean informativas, ya sean ficticias, sin contar con las estéticas que ha generado como iconografía. Expulsada del ámbito familiar, la ceremonia de la muerte vuelve en forma de relato cinematográfico o televisivo, pero vuelve banalizada, despojada de su cariz misterioso y al margen de toda actitud reverencial. La muerte ya no es un hecho vivido ni sagrado, sino representado, ya no es un momento único, irrepetible, que marca la conciencia del sujeto, sino un hecho consuetudinario, ordinario, totalmente integrado a la economía narrativa, que ha perdido precisamente su cariz extraordinario. Con esto, la muerte se despoja de su carácter irreductible, de sentido tan profundo –meta-fisíco– que sobrepasa nuestra capacidad racional (de reducirla a un sentido), nuestra posibilidad misma de entendimiento.

         Frente a esta desvirtuación, ¿cuál es el papel de los medios de comunicación? Frente a la crisis de los “grandes relatos” y a la decadencia de los ceremoniales sociales, los medios cumplen sin duda una función ritual: la de oponer a las grandes catástrofes y a los fantasmas colectivos (la muerte de lo social), los pequeños accidentes y la muertes minúsculas de los sucesos, con la creación de verdaderos “escenarios de la violencia”. Ésta era la tesis de mi estudio sobre las representaciones de la violencia (G. Imbert, 1992). Si el ver morir como experiencia vicaria ha desaparecido de la vivencia personal, el ver morir representado se ha banalizado en cambio, haciendo las veces de nuevo ceremonial, aunque despojado de su valor iniciático y profundamente desimbolizado: no portador de sentido sino reproducido como pura forma, objeto de goce exclusivamente visual, de consumo inmediato.

“El periodismo, escribe al respecto José Manuel Pérez Tornero, parece cumplir una especie de papel de sustitución, de relevo.... En momentos en que, quizá como nunca antes, se ha expulsado la muerte de lo cotidiano, en que ya no la vivimos más que a través de la asepsia del hospital y amortiguada por la mediación de la medicina o de unas pompas fúnebres que alejan inmediatamente el cadáver del hogar y hacen vivir el duelo de la forma menos emocional posible; es, justamente, en estos momentos, cuando más insistente es la presencia de la muerte en los medios de comunicación... Una dimensión clara de nuestra existencia que los ‘medios’ administran casi en exclusiva.”
        
Una película como El video de Benny, de Michael Haneke, es reveladora a este respecto de la relación consumista que se establece con las imágenes de violencia y de muerte, al margen de toda afectividad y sin atisbo de emoción.
        

La muerte en directo

         Dos recursos, vinculados con los medios audiovisuales, van a contribuir a esta reactualización de la muerte en el imaginario colectivo, hasta inscribirla en el calendario social: el directo, que permite presenciar la muerte (“ver morir”) y la capacidad masiva que tienen los medios de convocar al público en torno a la muerte de famosos (compartir el dolor, aunque sea por poderes).
        
Como categoría informativa, el directo es lo que ha permitido, no sólo integrar la muerte como hecho a la agenda informativa, sino también hacer de ella un objeto familiar, inscrito en la cotidianidad, que puntúa el telediario. Hasta en los medios escritos, por definición poco propensos a la representación en directo, y en la prensa de referencia, nada sospechosa de sensasionalismo por esencia, como es el caso de El País, había detectado en el estudio citado (G. Imbert, 1992) la manifestación de una fascinación por los hechos violentos y por la muerte, no sólo en informaciones relacionadas con sucesos sino también en foto-noticias publicadas en portada, dentro de esta ritualización del hecho a la que aludía antes: “Me ví morir”, rezaba el titular de una de esas noticias, que relataba la sensación de muerte que experimenta uno en situaciones extremas (lo que he llamado la inminencia de la muerte, con la que juega tanto el relato cinematográfico). En otra portada, se podían contemplar fotos sucesivas del suicidio en directo de un hombre que se tiraba desde una azotea, descompuesto en varias secuencias, de acuerdo con un código típicamente cinematográfico, que daba una sensación de estar presenciando el hecho; información retomada además en páginas interiores donde se volvía a actualizar el hecho, recomponiendo la secuencia.

         Con ocasión de las muertes “mayúsculas” –las de los próceres, los grandes personajes públicos o los grandes accidentes colectivos, los atentados– es cuando la muerte reaparece integrada a un dispositivo ceremonial, que congrega y une, produce identificación (en términos positivos, de orden mimético), pero permite también proyecciones fantasmáticas, con sentimientos negativos (la fascinación por lo escabroso, el morbo). La muerte crea “eventos”: ceremonias donde la sociedad se refleja, idolatrando a sus personajes públicos preferidos, porque representan valores centrales o fragmentados de la vida colectiva, es decir, de su propia historia, y estos eventos generan audiencias planetarias donde el espectador se siente en la obligación de participar.

         Recientemente, la muerte del Papa Juan Pablo II, a nivel mundial, y las muertes sucesivas de las dos últimas grandes “folclóricas”, Rocío Dúrcal y Rocío Jurado, en España, han sido ocasión de un gran desembalaje de medios y, elemento nuevo, de un seguimiento escrupuloso de los avances de la enfermedad y de la inminencia de la muerte, con una visibilización total del proceso de degradación física, cosa que hasta hace poco, escapaba a la visibilidad social, sobre todo en el caso de personalidades públicas.

         Pero es cuando se combinan estos factores –directo y ceremonia colectiva– cuando la muerte cobra su dimensión más espectacular. Lo vimos con la muerte de John Kennedy y el gesto desesperado de Jacky arrastrándose por el maletero del coche, intentando escapar a la pesadilla, en busca de auxilio. En este caso nos conmovía el gesto vital, el huir de la muerte, la soledad del individuo frente al hecho ineludible. Luego, la repetición de la secuencia, en informativos y documentos históricos, no hace sino ritualizar todavía más el hecho hasta banalizarlo y convertirlo en casi ficción. Queda sin embargo el impacto de la toma en directo que lo erige en acontecimiento histórico y eleva el dolor individual a duelo colectivo.

         Mucho más complejo es otro caso de muerte en directo, ésta vez protagonizado por un ser anónimo y por otra parte indefenso, el de la niña Omaira, de trece años, en Armero (Colombia), en 1985. Aquí el hecho está despojado de toda narratividad en la medida en que estamos ante una situación desesperadamente estática, mostrada con cámara fija: Omaira está atrapada en las ramas de un tronco, inmersa hasta el cuello, en el agua de un río que sube inexorablemente y hace que la situación sea casi insoluble, en la medida en que los medios humanos no parecen ser capaces de dominar la naturaleza. Aunque no faltaron quienes dijeron que con el increíble “esfuerzo” mediático en cubrir el hecho en directo a lo mejor se hubiera podido encontrar una solución humana...

Asistimos aquí, impotentes, al avance implícito de la muerte, a la subida de un crescendo literal, que contrasta con la enorme vitalidad de la niña, su deseo, mediante la verbalización, de luchar contra la angustia, su cara a cara con la cámara que la devora obscenamente, ofreciendo una visibilización a ultranza de ese rostro que ya está marcado por la muerte y que, al mismo tiempo, quiere quedar inmortalizado por la cámara, la reclama, como una compensación simbólica de su inminente desaparición física. “Que me tomen con la cámara, ¡que salga yo triunfante!”, gritaba desesperada, la niña, en sus últimos instantes...
        
El discurso informativo cumple entonces una función narrativa a posteriori, la de atenuar la carga irreductible del hecho (la catástrofe) para transformarlo en relato consumible, en hecho narrativamente aceptable. Escribió Jesús González Requena al respecto:

         “La catástrofe es la irrupción de lo real a nivel colectivo: azarosa, imprevisible, cruel, injusta... Es posible, sin embargo, intentar someterla a un cierto orden racional, discursivo, en el que el hecho sea conceptualizado, explicado, introducido en una trama lógico-narrativa a través de un encadenamiento de causas, efectos, análisis, reflexiones sobre las medidas que en el futuro deberían ser tomadas: introducir, en suma, el orden del discurso en ese desgarro que la catástrofe ha provocado en el tejido de la realidad.”

         Pero, con esto, mediante la captación en directo de todos los momentos de esta agonía que no quiere decir su nombre, se produce una saturación narrativa que priva a la muerte de toda intimidad, viola de alguna manera su secreto, hace de estos últimos momentos una ceremonia del adiós y de esta muerte una muerte mediática, excesivamente visible, dentro de esta hipervisibilidad propia de la televisión, exacerbada por el directo y que, unos años más tarde, va a explotar hasta la obscenidad la telerrealidad. Concluye González Requena:

         “Algunos de los momentos más recónditos de la intimidad, los más sagrados para toda cultura –la llegada de la muerte– no sólo publicitados, convertidos en espectáculo, sino incluso vehiculados por el propio canal que sustenta el espectáculo mismo.

         ¿Y qué mejor apoteosis final que esa en la que la niña moribunda proclama como último deseo no ya algo relativo a su entorno familiar, a sus relaciones filiales, sino una suerte de proclamación narcisista ante la cámara, en demanda de un feliz desenlace narrativo que nunca podrá llegar?”


VI. La reactivación del cuerpo en el parte meteorológico

Paradójicamente, es en un formato para-informativo, como es el parte meteorológico, donde el cuerpo es objeto de reactivación, precisamente para darle más vida a un formato, primero desgastado como todos los géneros informativos, y luego sujeto a pocos cambios de forma. Si este formato no moviliza excesivamente la audiencia en España, no es así en otros países donde goza de cierta popularidad, y ha podido sufrir transformaciones atrevidas, centradas precisamente en una utilización no especialmente informativa del cuerpo.

Esta escenificación espectacular del cuerpo puede llegar al extremo de desviar de la función directamente informativa con tal de captar la atención del espectador. Así es como hemos visto presentar el tiempo en algunas televisiones del Este, después de la caída del Muro, por personas femeninas de provocativos escotes, con primeros planos que se adentraban en sus profundidades. En Rusia, por ejemplo, los locutores del principal programa informativo, La verdad desnuda, realizaban entrevistas en cueros o la presentadora del Telediario llevaba guantes de boxeo que ocultaban sus pechos al aire, mientras que la chica del tiempo hacía un strip-tease. En Telenova, en la República checa, los locutores empezaban el programa de madrugada desnudos e iban vistiéndose de acuerdo con el tiempo que anunciaban. O, en la televisión británica, en clave burlesca pero no menos meteorológica, se recurría a la utilización de enanos que, al no llegar a la altura de las imágenes proyectadas de los mapas, tenían que saltar para alcanzarlos…

Todos los medios valen en la postelevisión, desde los morbosos hasta los más frikis, para transformar un formato generalmente aburrido y de cariz sumamente repetitivo, en algo atractivo o incluso gracioso.
Sin llegar a tanto, pero introduciendo a veces un toque clownesco, es interesante ver los intentos de la televisión francesa para revivificar el género. Comparando las tres cadenas de mayor audiencia, hemos podido detectar tres dispositivos de escenificación del cuerpo, en ruptura con lo habitual.

TF1, antigua cadena pública hoy privatizada, ha elegido una enunciación frontal, que se desarrolla en una dimensión claramente interlocutiva, estableciendo una comunicación de tú a tú, dentro de un registro bastante íntimo. Lo llamaremos el modelo conversacional, cercano al cotilleo. El tiempo se transforma en información personal, que nos afecta directamente; es el modelo de la máxima cercanía. Está apoyado por un fuerte dispositivo kinésico, plasmado en un continuo desplazamiento de la presentadora, y un fuerte juego corporal: movimientos de cabeza, miradas cómplice o corroborativas, inclinaciones del busto, inmovilización en poses, juegos inflexivos de manos y piernas… El código verbal confirma este cariz interpelativo: expresiones que buscan la aprobación mediante el giro colectivo, expresiones coloquiales y la interpelación directa: “Nos hemos empapado, bien, hoy, ¿no?”

La enunciación frontal se completa con una lateral, pero que no rompe la intimidad sino que la prolonga, para proyectarse en una relación muy física, fuertemente táctil, entre la presentadora y los mapas. Es una situación introspectiva, reflexiva, en la que la presentadora nos traslada sus impresiones, acariciando suavemente, casi sensualmente, la imagen animada. Es de notar que ayuda a ello la parafernalia visual de animaciones, mapas de color en movimiento, nubes al natural y lluvias simuladas, como una recreación natural a lo Spielberg en Parque Jurásico. Todo vive aquí, y se manifiesta en términos casi narrativos: personajes, espacio, tiempo. Esto le da al parte una dimensión cinematográfica que lo espectaculariza, pero no deja de ser un cuerpo a cuerpo, un diálogo muy encarnado con el tiempo, con un fuerte componente mostrativo y, sobre todo, eminentemente femenino.

La segunda cadena, pública (Antenne 2), en su parte de la 19h55, inmediatamente antes de los informativos, ha optado por un modelo antitético, pero igualmente animado. Lo presenta un hombre, de edad mediana, algo corpulento pero ágil, dicharachero y bonachón, de expresiones sumamente coloquiales. Patrice Dreuet es popular y lo sabe, y juega bastante con ello. Es el presentador amigo, que habla como la calle, que nos daría palmadas si fuera in presencia, que nos proyecta en el corazón mismo del dispositivo televisivo. Aquí desaparece toda distancia enunciativa y comunicativa; estamos en la transparencia total, el tiempo está al alcance de la mano: un poco más y los mapas nos salpicarían –y él, el primero– y se reiría con nosotros. Patrice es un poco mago, casi brujo; en cualquiera de los casos, sabe embaucarnos.

Tiene dos modos de enunciación: uno aparentemente objetivo, en el que se le ve por detrás describir el mapa; está al descubierto: a la intemperie si hay temporal, cegado por el sol si hace buen tiempo, y estamos con él, viviendo el tiempo. Pero, regularmente –Patrice es un hiperactivo–, se da bruscamente la vuelta y nos hace frente, nos mira a la cara, nos interpela frontalmente y nos implica de manera ineludible en el tiempo. Con Patrice, nadie escapa al tiempo, nadie resiste a sus frasecitas de connivencia: “Ha llovido por ahí; va a sentar bien, aquello estaba un poco seco, ¿no?”

Continuamente Patrice se involucra, nos coge de la mano, nos apunta con el dedo, no nos deja solos frente a los misterios de la naturaleza: “Os propongo mirar las temperaturas”, y leemos literalmente las temperaturas en el gráfico que aparece mágicamente. Sus intervenciones están plagadas de giros conativos y fáticos (Jakobson) para interpelarnos y mantener el contacto: “Bueno, de acuerdo, 9 grados en Nevers, mañana”, “Y, para el domingo, pues, no digo nada, miren ustedes mismos”. Nos hace un gesto amigable y, en seguida, nos invita a pasar al otro lado de la pantalla: “Y ahora, acérquense todos”. Es el arte de narrar, todo contribuye a ello, lo verbal y lo para-verbal: giros linguísticos, movimientos del cuerpo, mímicas, entonaciones, o un simple arqueo de las cejas como un acento circunflejo, una mueca asemejándose a un punto exclamativo. Pone en acción las diferentes funciones del lenguaje que distinguía Jakobson en su famoso esquema, y lo hace físicamente, movilizando todos los recursos corporales.

Lo mismo que gesticula al compás de los cambios de temperatura          –Patrice vive su historia–, puntúa sus intervenciones de muecas, gestos enfáticos de la mano, se contorsiona y, más que nada, nos inscribe personalmente en el espacio-tiempo: “Y mañana por la mañana, pues, ¿qué va a pasar?” “Y durante el próximo fin de semana, a ver que pasa…”

A veces Patrice sabe también callarse, o por lo menos nos deja en paz, se pone a meditar sobre el tiempo, pero la veta filosófica le dura poco y, al final –gran efecto de zoom–, hace una última payasada y nos dice enfáticamente: “¡Adiós!” Con Patrice Dreuet, estamos en una permanente interpelación, es un discurso muy implicativo, fuertemente conativo, como un cuento oral, con una fuerte narratividad: el tiempo nos atrapa y no nos suelta, el tiempo es como una novela, la televisión tiene esta gran capacidad de animar hasta lo más inanimado…

France 3, el programa público con emisoras regionales, ha elegido en cambio el código de la seducción, femenina en este caso. Es un dispositivo complejo que acude a todos los recursos comunicativos para atrapar al espectador. Combina tres modos enunciativos: el objetivo destinado a convencer, el reflexivo, para dar contenido y profundidad a lo que se dice –y, a la par, crear un cierta distancia para, luego, volver a la carga–, y el interpelativo, mucho más sutil y que juega a fondo con las armas de la seducción femenina.

 Como para recalcar el juego de la seducción, la presentadora entra y sale continuamente del campo de visión, pero, aún fuera de campo, su voz embaucadora sigue dirigiéndose a nosotros. Este aparecer y desaparecer, conjuntamente con las miradas de reojo, el tono algo canalla a ratos, una ondulación permanente de caderas y brazos, no puede dejarnos indiferentes, ni a la persona ni a los mapas con los que dialoga amorosamente… Esta presencia por eclipse es la imagen misma del deseo; la presentadora encarna una figura de deseo, la televisión es una “máquina deseante”, como decía el Marqués de Sade de otras máquinas de placer...

Los tres dispositivos no dejan de ser, cada uno a su manera, tres modalidades de cuerpo a cuerpo con el objeto, tres mecanismos de seducción mediante el cuerpo, un cuerpo liberado de su papel acartonado, sin vida, de presentador de informaciones, un cuerpo que se vuelve a apoderar del objeto y lo transmite físicamente al espectador, de manera más o menos lúdica para unos, más o menos seductora para otras, un cuerpo que se reinscribe verbal y para-verbalmente en el discurso, que reinstala la corporalidad en un género en el que había desaparecido, un cuerpo que funciona, para retomar una expresión de Benveniste, como “aparato formal de la enunciación”, dando cuerpo a lo que enuncia.

No por nada, en un último intento de revivificar el género, un canal francés inventó recientemente un nuevo dispositivo: el presentador pisando literalmente el mapa y comentando a veces con un simple movimiento del pie, sin necesidad ni de verbalizar ni de designar el espacio, como si la televisión hubiera conseguido por fin fagocitar al presentador, integrarlo definitivamente a su simulacro enunciativo, convertirlo en un cuerpo absorbido por el dispositivo televisivo. Es el tiempo encarnado por –nunca mejor dicho– el “hombre del tiempo”, un hombre de su tiempo, que está literalmente en el tiempo…

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